5 de marzo de 2007

Vivencia Matinal

Es un espléndido sábado de febrero y me dispongo a salir a la calle dicha mañana de invierno.
Después de una alocada y vivida noche de viernes la ciudad duerme. Sólo se pueden ver a algunos cuantos vehículos con matrimonios dentro de ellos dirigiéndose, no sé muy bien a dónde, tal vez a sus hogares después de una noche de copas.
Me fijo en la gente de la calle. Sus rostros parecen serenos, tal vez absorvidos por ese amanecer repentino, el cual, a mí parecer, a muchos les coge de improvisto.
La mayoría de los locales están cerrados, pero todavía por alguna esquina se puede contemplar a algún joven rezagado por la resaca nocturna.
Me detengo en los cines y me imagino la de películas sentimentalistas en las que la gente se deja llevar por sus pasiones más arraigadas y de vez en cuando echan alguna lagrimilla por sus curiosos ojos observadores.
Sigo andando a paso algo lígero hasta que llegado a un punto consigo deternerme delante de un local el cuál me llama la atención por la fachada tan psicodélica que presenta. Por lo que pude ver tenía pinta de ser una discoteca.
Litros y litros de alcohol para conseguir que la gente muestre sus afinidades más carismáticas y, al son de la música, conseguir que todo su cuerpo se deslice por entre la muchedumbre como una marioneta.
¡Cuántos amores primerizos, noviazgos y amigos se habrán conocido allí!
Pero también, ¡cuántas broncas y peleas habrán sucedido allí, cuántas enfermedades y malas jugadas habrán pasado el alcohol y las drogas y cuántos padres preocupados por sus hijos sin saber cuándo volverán a sus queridos y cálidos hogares!

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